Por favor, no se me confundan de enemigo

MANUEL CRUZ
El Pais. 01/07/2010

Supongo que debe haber sido mi sufrida condición de funcionario la que me ha
hecho particularmente sensible a un cierto tipo de comentarios. En todo caso,
bienvenido sea el detonante si sirve para pensar en asuntos que a todos
conciernen. Uno de ellos, particularmente importante a mi juicio, es la
generalización de determinados tópicos en sectores que en principio deberían
sentirse muy alejados de ellos. Con otras palabras: tengo la sensación de que
sectores populares parecen hacer suyas banderas que no les corresponderían,
interiorizando reivindicaciones y críticas propias de otros sectores.

Los sectores populares no deberían caer en la trampa de satanizar ni a los
funcionarios ni a los sindicatos

Si los socialistas no hubieran abolido impuestos a los ricos, sobraría el
tijeretazo

Es el caso, por el que empezaba este artículo, de una extendida actitud hacia los
funcionarios, tomados como objeto de todo tipo de diatribas precisamente por
aquellos que más los necesitan y más recurren a sus servicios. Como
acertadamente recordaba Santos Juliá hace algunas semanas en estas mismas
páginas, casi la mitad de los funcionarios de este país desarrollan su actividad
en los diferentes niveles del sistema educativo, de infantil a universitario, y en
las instituciones sanitarias del Sistema Nacional de Salud, estando otro
contingente muy importante formado por militares, policías y guardias civiles, o
sea, personal de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
del Estado, a los que es preciso añadir el personal adscrito a la Administración
de Justicia y a los centros penitenciarios y las policías locales y autonómicas. En
definitiva, un personal absolutamente necesario para el funcionamiento de
cualquier sociedad y que en ningún caso se identifica con la malintencionada
imagen del oficinista ocioso y absentista que, cuando por fin acude a su puesto
de trabajo, se sacude de encima la faena a las primeras de cambio echando
mano del socorrido "vuelva usted mañana".

Análogo desenfoque parece estar sucediendo con los sindicatos, enemigos de
clase tradicionales de la patronal, que ahora tienden a verse denostados desde
los mismos sectores populares que, también en esto, hacen suyos los
argumentos que no parecen corresponderles. No seré yo quien haga un elogio
desatado de las organizaciones sindicales, ni quien obvie que en ellas pueden
darse casos -incluso flagrantes, so pretexto de la profesionali-zación- de
burocratismo o, lo más grave, de atención preferente a determinados sectores de
trabajadores (lo que antaño se llamaba aristocracia obrera) en perjuicio de
nuevos sectores damnificados (inmigración, juventud, parados...). Pero algo
convendría no olvidar, sobre todo a la vista del cariz, cada vez más duro, que
han ido tomando los acontecimientos: con todos sus defectos y errores, han sido
las organizaciones sindicalesquienes han asumido, en algún caso en clamorosa
soledad, la defensa de los intereses de los trabajadores frente a sectores que
están dando sobradas pruebas de una avidez y una codicia sin límites.

Era precisamente un sindicalista, el secretario general de CC OO en Cataluña,
Joan Carles Gallego, quien, en un artículo periodístico reciente, proporcionaba
el dato: con la rebaja que ha efectuado la Generalitat de Cataluña en el impuesto
de sucesiones había dejado de recaudar 540 millones de euros, mientras que
con el recorte del sueldo a los funcionarios tan solo se iba a ahorrar 200. A
nadie, en cambio, se le ha ocurrido plantear la reconsideración de estas
medidas, quizá porque aquellos a quienes les correspondería hacerlo debieron
creerse en su momento el solemne dictamen doctrinal del presidente del
Gobierno afirmando que bajar impuestos es de izquierdas, dictamen ahora
vuelto del revés como un calcetín.

Sin duda, ese cambio de banderas al que me refería al empezar el artículo tiene
que ver con el deterioro, cuando no el abandono, de las propias. Del estado de
confusión en el que parece sumida la socialdemocracia, reclamando día sí día
también la necesidad del retorno de la política, pero sin especificar qué
demonios haría con ella en caso de que tal retorno se produjera, para qué
hablar. ¿Y qué decir de su izquierda? En momentos como el actual parece
revelarse el carácter artificioso, impostado, por no decir oportunista, de muchas
presuntas reconversiones ideológicas. Sin duda, para algunos debió resultar
muy atractiva la transversalidad que ofrecían, por ejemplo, los discursos
ecologistas (sobre todo cuando las tradicionales bases obreras menguaban a
gran velocidad), pero en tiempos de crisis, en el que las urgencias más
inmediatas pasan por delante, en el que la desesperación se extiende por
doquier, uno no puede dejar de pensar que buena parte de aquellos discursos y
sus reivindicaciones parecían diseñados para épocas de abundancia, y que
seguir manteniéndolos tal cual, con la que está cayendo (y con los que han
caído) a muchos les puede sonar a frivolidad insufrible.

Pero ninguno de los argumentos anteriores -o incluso otros mejores en la misma
línea que se pudieran ofrecer- hace buena, ni menos aún legitima, la confusión
de enemigo. Se diría que, insaciables en todo, quienes han conseguido imponer
sus directrices en el terreno de la economía o de la política (obligando a la
izquierda a tomar medidas que hasta ayer mismo juraba que jamás tomaría),
también aspiran a la hegemonía en materia de ideas y actitudes. Parecen estar
obteniéndola. Durante la época de vacas gordas, consiguieron imponer su
modelo hipercompetitivo, hicieron creer a los menos favorecidos que el ascensor
social estaba perfectamente engrasado y que el mercado no solo se encargaba de
ordenarlo todo, sino que terminaría encumbrando a los mejores, sin hacer
distingos por su extracción de clase. Ahora estamos viendo los frutos de aquel
espejismo: quienes, por su posición en la sociedad, deberían ser decididamente
solidarios (¿tan poca memoria deja venir de pobre?) se han convertido en
ferozmente rencorosos, asumiendo, en cruel paradoja, los argumentos de
quienes precisamente les han conducido a la lamentable situación en la que
ahora se encuentran.

En definitiva, quizá, como le hacía decir El Roto al personaje de una de sus
impagables viñetas, ya no haya derecha e izquierda, pero de lo que no hay la
menor duda es de que continúa habiendo arriba y abajo. De ahí la súplica que
daba título al presente artículo: por favor, no se me confundan de enemigo.

Manuel Cruz es funcionario del Ministerio de Educación.

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