El declive del poder sindical, de Ignacio Sotelo

El País. 27 de julio de 2010

De lo primero de lo que hay que dejar constancia es de un descenso de la afiliación a los

sindicatos. En Alemania, los miembros del DGB, la mayor central sindical, pasan de 12

millones en 1990 a 7,7 en el 2000, y las pérdidas han continuado al mismo ritmo en el

siglo actual. En la Unión Europea de los 15, entre 1995 y el 2006 la afiliación

disminuyó en un 31%. En la Europa del Este el bajón fue todavía mayor: en Hungría de

un 63%; en Eslovaquia, de un 57%; en la República Checa de un 46%. A pesar de que

la historia de las dos Europas haya sido tan distinta, coinciden en un rápido declive de

los sindicatos.

Antes la vida estaba estructurada en tres etapas perfectamente diferenciadas. Una

primera de preparación, dedicada a adquirir un oficio o profesión que habría de durar

toda la vida. Seguía una segunda de actividad laboral, que se extendía al menos cuatro

decenios, consagrada por entero a un trabajo del que se extraía la identidad social. Una

tercera edad, que el alto nivel de vida y los enormes avances de la medicina han

prolongado, en la que al fin se disfruta de tiempo libre para hacer lo que siempre

hubiéramos querido. El premio de una vida de trabajo consistía en poder hacer al final

lo que se quisiera, lástima que llegaba cuando ya el cuerpo se revela como el mayor

impedimento.

El esquema anterior quizás sirva para los que hoy se jubilan, pero no será aplicable a las

nuevas generaciones. Los contenidos específicos de cada una de estas tres etapas se

mezclan cada vez con mayor frecuencia. El que quiera mantenerse en el mercado de

trabajo -un puesto de por vida se resquebraja hasta entre los funcionarios- tendrá que

reciclarse en su profesión, o aprender una nueva. La “educación permanente” deja

abierta de manera indefinida la primera etapa, que, por otro lado, pierde parte de su

sentido, al desconectarse las posibilidades de empleo de la preparación recibida: ha

mejorado la educación en la proporción que disminuye el empleo. Para alcanzar un

puesto de trabajo no basta un buen nivel educativo, aunque cuanto más bajo sea este,

menores las oportunidades.

Tampoco el tiempo libre es ya privilegio de los jubilados. Hay que contar con un ocio

querido -media jornada, excedencia temporal- y sobre todo con uno no querido, al

quedarse sin empleo, que es preciso saber manejar hábilmente. Más que en el trabajo,

hoy la personalidad se refleja en la forma en que se ocupa el tiempo libre. Antes se

educaba exclusivamente para el trabajo; en el futuro será cada vez más importante una

educaciónpara el ocio. El que el trabajo haya dejado de estructurar la vida es el cambio

más profundo que caracteriza al nuevo orden social que está surgiendo.

Con la centralidad del trabajo se disipa la “conciencia de clase”, que en el siglo que

acaba de empezar ha desaparecido casi por completo. La mayor parte de la población se

identifica cada vez menos por el oficio, y más por el sexo, la edad, la nacionalidad, el

origen regional… o si son del Madrid o del Barça. Se asume que es menester vivir de un

curro, siempre precario, aceptar cambiarlo de continuo y, en los trechos en los que no se

obtenga ninguno, recibir sin el menor desdoro la “ayuda o salario social”.

El individuo ha dejado de identificarse por el trabajo al que acude, al fin y al cabo una

cuestión de suerte cambiante sobre la que poco se puede influir. Sabe que el capital

únicamente lo necesita como consumidor. El gran aporte del capitalismo en su última

versión es haber conseguido la máxima individualización en el puesto de trabajo, pero

también en cuanto consumidor.

Los sectores marginados, es decir, aquellos que quedan fuera del mercado, han

mostrado siempre una profunda aversión a dejarse organizar, objetivo también muy

difícil de alcanzar con una enorme dispersión de la fuerza del trabajo.

A la vez que las multinacionales se expanden por todo el planeta, las fábricas se

disgregan en unidades productivas bastante más pequeñas, y cuanto más, más difícil

también que los sindicatos puedan colarse en las empresas.

En muchas ramas de la producción y de los servicios recurrir a la huelga, el arma más

contundente de que los sindicatos disponían, solo favorece el recorte de mano de obra

que los avances tecnológicos de suyo promueven, y/o facilita una des-localización de

las empresas a países con salarios mucho más bajos en los que además la huelga y la

lucha sindical están excluidas.

Fieles al sindicato permanecen únicamente los que disfrutan de un puesto de trabajo

seguro, de preferencia un obrero especializado con salarios que sobrepasan la media,

mayor de 50 años, con uno o dos hijos y una mujer ama de casa. Los sindicatos saben

que no pueden seguir aferrados a esta clientela que merma a gran velocidad, conscientes

de que el esfuerzo por mantener el statu quo a todo trance lleva a la consunción en la

impotencia.

Es obvio que, en un mundo globalizado, los sindicatos únicamente podrán perdurar

actuando globalmente. Restringir su actuación al interior de las fronteras nacionales,

cuando el capital y las empresas se mueven a nivel planetario, sería firmar su sentencia

de muerte. Ahora bien, por indispensable que la internacionalización de la acción

sindical sea en teoría, en la práctica se muestra casi inalcanzable.

Así como se requiere una coordinación de los Estados a nivel mundial para enfrentarse a

los problemas globales, nadie duda de que para paliar el poder del capital los sindicatos

tendrían que actuar globalmente, pero en ambos casos queda patente que no porque sea

indispensable resulta factible. Hay que tener en cuenta que los sindicatos nacieron y se

desarrollaron en sociedades industriales que cuajaron en el interior de Estados

nacionales. La crisis profunda de los Estados nacionales es también la de los sindicatos.

En España la situación se agrava porque los sindicatos solo pudieron reorganizarse

cuando había empezado ya el declive del movimiento obrero y la señora Thatcher

estaba ocupada en aplastar el poder sindical. El neoliberalismo implantó una nueva

cultura individualista que ha terminado por prevalecer en la sociedad posindustrial y que

ha dejado la solidaridad en manos exclusivas del Estado. Con la nueva regulación del

mercado del trabajo unos sindicatos tardíos, sin apenas afiliación, se juegan la

supervivencia. No se trata tanto de abaratar el despido, que también, como de eliminar

la negociación colectiva, cada vez más difícil de encajar en una economía globalizada

con enormes oscilaciones en la demanda.

Ahora bien, si se negocia empresa por empresa, no solo en la mayor parte de ellas los

trabajadores quedan desprotegidos, es que los sindicatos pierden su razón de ser. En

poder de la derecha una buena parte de las radios y las televisiones privadas, muchos

hoy, incluso entre los trabajadores, aplauden que se decapite a los sindicatos.

Cuando haya que enfrentarse a las “huelgas salvajes” de los pocos sectores privilegiados

que se las puedan permitir, o a las mucho más violentas que surjan de situaciones

extremas de explotación, se comprobará demasiado tarde la función esencial que los

sindicatos desempeñan en el mantenimiento del orden social establecido.

Ignacio Sotelo, catedrático de Sociología, es autor de El Estado social.

0 comentarios:

Publicar un comentario